La lectura de hoy se encuentra en Génesis 45. Aquí se nos relata la historia del encuentro entre José y sus hermanos. Muchos años habían pasado desde la última vez que se vieron. Pero sin duda que en el corazón de José se amotinó una ola de recuerdos amargos: La maldad de sus hermanos al echarlo en el pozo seco; el momento en que lo vendieron como esclavo; la forma en que la esposa de Potifar lo acusó injustamente; su largo tiempo en la cárcel. Y todo esto había ocurrido a causa de este grupo de hombres que ahora estaba delante de él implorando ayuda.
¡Qué fácil hubiera sido exterminarlos a todos! ¡Qué satisfacción para José el vengar todos sus momentos de angustia y desesperación! Pero esto no sucedió. Después de echar a todos sus siervos de la corte, no pudo resistirlo más y se manifestó a sus hermanos. ¡Qué momento tan aterrador habrá sido para aquellos hombres malos! Para José fue un momento de llanto que todos en Egipto se enteraron. Este no fue un llanto de amargura ni de odio. Fue un momento de luz en el cual José finalmente comprendió el propósito divino. No eran sus hermanos quienes lo habían enviado hasta aquí. Era Dios que lo había puesto en el lugar correcto y en el tiempo apropiado para cumplir sus sueños y preservar la vida de sus hermanos. Las palabras de consuelo de José hacia sus hermanos son exquisitas ya que dijo, “Pero ahora, por favor no se aflijan más ni se reprochen el haberme vendido, pues en realidad fue Dios quien me mandó delante de ustedes para salvar vidas. Desde hace dos años la región está sufriendo de hambre, y todavía faltan cinco años más en que no habrá siembras ni cosechas. Por eso Dios me envió delante de ustedes para salvarles la vida de manera extraordinaria y de ese modo asegurarles descendencia sobre la tierra. Fue Dios quien me envió aquí, y no ustedes. Él me ha puesto como asesor del faraón y administrador de su casa, y como gobernador de todo Egipto.”
Hoy podemos entender que cuando estamos conscientes de todo lo que Dios ha hecho a nuestro favor, no podemos aferrarnos a rencores ni amarguras. Lo que pasó ayer no fue simplemente lo que nuestros padres, hermanos, tíos o primos quisieron. En todo, la mano de Dios estaba allí para guiar nuestra vida y traernos al punto actual de nuestra historia. Así que dejemos a un lado los odios y pleitos por lo que nos hicieron. Demos gracias a Dios que en medio de la dificultad, Su plan y Su voluntad se cumplieron. Y aunque hubieran habido aparentes contratiempos, Dios los usó para manifestarse como nuestro Salvador. Amemos a los demás y demos gracias.
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