La lectura de hoy se encuentra en Lucas 19. Se nos cuentan varias historias, pero la más interesante es la de la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén. Estaba ya cerca el tiempo de la Pascua. La ciudad estaba llena de visitantes que venían de diversos lugares para adorar. Y fue así que Jesús dio órdenes a Sus discípulos para que le trajeran un pequeño asno sobre el cual entraría a la ciudad. ¡La gente comenzó a aclamar a Jesús! Pero aun así, el relato bíblico dice que “cuando se acercaba a Jerusalén, Jesús vio la ciudad y lloró por ella.” ¿Por qué esta reacción? ¿Acaso no era esto lo que Jesús tanto había esperado?
Jesús lloró porque nadie pudo reconocer los grandes prodigios que Dios había hecho en el pasado. La gente sabía que estaba en Jerusalén para participar en un ritual significativo. Pero se les había olvidado lo que esto representaba en verdad. La Pascua era un recordatorio de cómo Dios los había sacado de Egipto a pesar de la oposición de Faraón. Dios había enviado nueve plagas contra los enemigos de Israel. Ellos dudaron que Dios hubiera estado en medio de aquellas prodigiosas señales. Los mismos hechiceros de Faraón pudieron copiar algunas de estas señales. Pero lo que no pudieron hacer fue detener al ángel que Dios había enviado para quitar la vida a todo primogénito de Egipto. Tampoco pudieron detener a la gente de Egipto de darle al pueblo de Israel todo y cuanto tenían en oro. Finalmente, no pudieron hacer nada cuando Dios abrió el Mar Rojo para permitir que Su pueblo pasara en seco. Cuando los ejércitos de Faraón quisieron atravesar, Dios cerró el mar y allí mismo murieron todos los que perseguían a Israel. Egipto quedó en total ruina. La población entera estaba de luto, todo el oro había sido quitado y el ejército mismo había desaparecido. Ahora que Jesús entraba a Jerusalén, nadie había que recordara estas poderosas obras. Qué triste que hoy nosotros nos olvidemos de lo que Jesús ha hecho por nosotros. Qué triste que participemos de ceremonias tan significativas como la Cena del Señor mientras nos olvidamos de lo que en realidad estamos haciendo.
Jesús lloró porque la gente no estaba enfocando en Su autoridad, sino en los eventos que ocurrían en aquel mismo instante. No los emocionaba mirar que las Escrituras se estaban cumpliendo, sino el hecho de que Jesús había logrado domar un animal que no estaba acostumbrado a llevar carga alguna sobre su lomo. Sin duda que la gente se emocionó por la reacción de otros. Quizás ni sabían qué estaba ocurriendo, pero se unieron a la celebración. Así sucede hoy en día cuando quitamos el enfoque de Jesús y lo centramos en otras cosas que no nos ayudan en nada. Nos parece más importante quién canta que a Quien le cantamos. Nos parece más importante quién predica que a Quien predicamos. A veces no sabemos ni por qué aplaudimos o gritamos. Simplemente lo hacemos porque los demás lo hacen.
Jesús lloró porque los líderes religiosos estaban enfocados en lo que habría de suceder. Sus corazones y mentes estaban llenas de odio hacia Jesús y ya habían comenzado a hacer planes para matarlo. Para ese entonces, ya Judas estaba tramando cómo traicionar al Maestro. Ninguno de ellos pudo evaluar el hecho que delante tenían al Mesías tan esperado. Simplemente vieron amenazadas sus anémicas formas de buscar a Dios. ¡Cuántos de nosotros hoy en día somos como aquellos líderes religiosos! No queremos permitirle a Dios que obre en las áreas ocultas de nuestra vida. Nos incomoda que entre a nuestro corazón porque sabemos que encontrará muchas cosas fuera de orden.
Si Jesús entrara hoy a su vida, ¿se pondría a llorar? Recuerde que si usted mantiene vivo el recuerdo de dónde Dios le sacó, si mantiene un enfoque claro de adoración al entrar en Su presencia, y si perdura en la esperanza de que el Salvador viene pronto, no habrá razón alguna para que Jesús llore.
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